A Rodrigo Palomar, con cariño y admiración

Fin de semana de resaca emocional. No sólo por las copas, sino por el triunfo de Pumas sobre Querétaro. Se festeja con un júbilo desmedido, desproporcionado, que no se justifica en el marcador ni en la circunstancia, y que inevitablemente naufragará, como siempre, en el desengaño. Son falsas esperanzas. Ilusiones con fecha de caducidad.

La expectativa giraba en torno al debut de Keylor Navas. Y sí, debutó. Campeón y campeón, arquero legendario, sin recibir gol, pero ante un equipo que no lo puso a prueba. Aun así, es imposible no emocionarse ante su figura. Antes del partido, cuentan, dijo a sus compañeros: aquí no hay estrellas, la estrella es el equipo. Ese gesto solo confirma lo que ya sabíamos: que es un líder. No hay portero en la historia de este continente que haya logrado lo que él ha conseguido. Y, sin embargo, aquí está. En la portería de un equipo da más lamentos que gozos.

Fue entonces, durante la mañana del sábado, mientras tecleaba estas líneas, que recordé una velada de tequila y whisky con mi gran hermano, filósofo del balompié y de la vida, erudito de las letras y profeta de la tribuna: Rodrigo Palomar. En medio de una conversación errática y brillante, me espetó, sin más: el hincha de Pumas es Sancho Panza.

Y sí. Domingo tras domingo, ahí estamos. Hinchada galáctica, noble y delirante, gritando como si el milagro estuviera a una jugada de distancia. Somos los Sanchos. No importa la tabla, no importan los refuerzos, no importa que el último toque de calidad haya salido de Cantera hace más de una década. Alentamos con una fe terca, tan ingenua como hermosa.

¿Y por qué no? Si nuestro equipo, como el Caballero de la Triste Figura, ha devenido en un mito literario: un ideal sin fundamentos, un delirio glorioso, un equipo carente de talentos que, no obstante, se ha ganado un sitio en la memoria colectiva. El yelmo de Mambrino, esa bacía de barbero malinterpretada por el Quijote como corona de oro encantado, es el mejor símbolo de lo que representa hoy el escudo universitario: un objeto común elevado a sagrado por el poder de la ilusión.

Dice Sancho Panza que él, un hombre de bien, pero por seguir a su amo se ha metido en cada cosa… y le sigue porque le quiere, aunque a veces no entienda lo que hace.

Nosotros también. Seguimos a nuestros jugadores con una lealtad desbordada, aun cuando nos enfrentamos a equipos verdaderamente grandes, nuestros Molinos de Viento, y salimos arrollados. Aplaudimos el esfuerzo, la entrega, la mística, aunque nos falte futbol. Y lo hacemos porque el amor, como la locura, no tiene argumentos.

En esta comedia de la fe ciega, aparece Keylor Navas. ¿Qué hace aquí un campeón de Champions? ¿Por qué viene a montarse en esta mula maltrecha, con armadura oxidada, a enfrentar gigantes disfrazados de América, Rayados y Tigres? Quizá él también, en lo más hondo, se sepa parte de esta ficción. Un caballero más.

Y en el centro del campo, el recuerdo imborrable de otro Quijote: Efraín Juárez. Ese muchacho desbordado por su ímpetu, que creyó poder cambiar la historia con una barrida, una gambeta, un grito. En él se encarnó por un instante el delirio caballeresco, el idealismo universitario. Y nosotros, desde la grada, sus escuderos fieles, sus Sanchos, lo empujamos hacia la fantasía.

Decía el propio Quijote: La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos… por ella se puede y debe aventurar la vida.

¿No es eso lo que hacemos cada torneo? Aventuramos la vida emocional por la libertad de creer, de sentir, de ilusionarnos. Aunque se burlen, aunque el marcador diga lo contrario.

Somos Sanchos, sí. Reales, ingenuos, entrañables. Y si nuestro destino es el del escudero, lo aceptamos con la misma dignidad con la que alentamos desde la grada: con el corazón lleno y el juicio rendido ante la locura más hermosa que conocemos, siendo nosotros los cuerdos.